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Tengo por regla esta apocalíptica forma de ser piedra en suelo mojado; y no me molestan en nada los pies de los otros, las rodillas las manos los rostros de los otros cuando casualmente resbalan en mí. Tengo una ciudad en cada pierna y en cada muslo el tráfico, la espera, la ira del taxista y una mano zurcida abusando la parada violenta que increpa desprecio a máxima velocidad. Tengo por pecho la plaza donde hombres y mujeres circulan y sé de memoria cada gesto sólo por la vanidad de decir: yo soy todo.
El todo tomando café, saliendo y entrando, indiferente a la calle que desemboca en mi lengua, ignorante de este registro diario que me ordena el ademán al negarle fuego a un desconocido. Niego, lo niego todo; y hay campanadas que suenan a mi espalda, santos de mirar opaco a los que sólo mi mirada les da brillo, hombres cotidianos que olvidan besos en cada ventana, sin saber que son mías la persianas que les devuelven esta impalpable forma de ser torrente de piedra: tempestad de granito. Golpeando furias contra abrigos negros, manos quietas y ese cabello oscuro buscando protegerse del frío.
No poseo sismo alguno, contingencia esporádica de la tierra en cuanto gime desamores al rocío de un cielo suspendido. Y, si me preguntaras quién soy, hacia dónde voy, te diría: soy Otoño, Invierno camuflado de vana promesa, de vana incertidumbre, voy hacia el tiempo que es la contabilidad de la caída de las hojas. Soy como el tiempo de las tormentas, y si tengo como lengua un rayo despedazando las nubes, no esperes otra cosa que la certeza de que haré un día en plena noche, la forma más perfecta de romper el silencio.
Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular,
una especia de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo.
Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos.
Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad.
Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté,
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.
Nos abordan las pretéritas caravanas de la memoria
con su aroma de aguacero.
Renuncian a su bagaje de nostalgia
en los andenes de una estación inexplorada.
Llega la lluvia tardía con el sabor inocente de la infancia,
fragancia de lavanda y pulgaradas de gardenias
y un visillo lánguido cubre la cerrazón del cielo.
Las brozas de los bosques escinden la acuarela
con la anchura de un adiós o un para siempre
que busca sus raíces en la luz en el horizonte.
Llega de lejos el olor de la tierra mojada,
nos arropa en la crujía de la ensoñación,
en la antesala oculta para becarios de náufragos,
condenados a ser perpetuos títeres de agua.
Pesan las lágrimas como miríadas de asteroides
en estas horas suscritas con extracto de hierbas
como las joyas sin brillo de la desolación,
usurpadas del cofre íntimo del alma estéril.
Propaga el aire las trovas de la huida
bajo los cobertizos de los suburbios anegados de lluvia
y una difusa voz ciega de alcohol y de abandono,
estampa el silencio en el vapor de los espejos.
En la contradicción que inunda nuestras mañanas
respiramos, es cierto, y el cielo está apacible;
pero ya no creemos que la vida sea posible,
ya no tenemos la impresión de ser humanos.
La infancia se ha acabado, se han repartido las cartas;
a fuerza de costumbre y de renuncia,
hemos ahogado los gritos de la pasión;
nos encaminamos hacia el fin de la partida.
El polvo se arremolina sobre el suelo gris, moviente;
un golpe de viento surge y purifica el espacio.
Hemos querido vivir, quedan trazas de ello;
nuestros cuerpos aletargados se suspenden a la espera.
Lectura.
Penetro en otras vidas.
Llevo días leyendo, pero ahora
alzo los ojos porque me doy cuenta
de que apenas sé nada de quien escribió el libro.
Me avergüenza no conocer
más que su lucidez. Toda supervivencia
es esta especie de conversación
silenciosa y sin tiempo. Es algo aterrador
y ocurre en el abismo de la mente,
un frío cielo azul en el que el amor es
la única forma de posteridad.
La idea de viajar me provoca náuseas. Ya he visto todo lo que nunca había visto. Ya he visto todo lo que todavía no he visto.
El tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas y de las ideas, la perenne identidad de todo, la semejanza absoluta entre la mezquita, el templo y la iglesia, la igualdad de la cabaña y del castillo, el mismo cuerpo que es rey vestido y salvaje desnudo, la eterna concordancia de la vida consigo misma, el estancamiento de todo lo que, vivo sólo por moverse, está pasando.
Los paisajes son repeticiones. En un simple viaje en tren inútil y angustiadamente entre la distracción ante el paisaje y la distracción ante el libro que me entretendría si yo fuera otro.
Tengo de la vida una náusea vaga, y el movimiento me la acentúa. Únicamente no hay tedio en los paisajes que no existen, en los libros que nunca he de leer. La vida, para mí, es una somnolencia que no llega al cerebro. A ése lo conservo yo libre para poder estar triste en él.
¡Ah, que viajen los que no existen!
Para quien no es nada, como un río, el correr debe ser vida. Pero a los que piensan y sienten, a los que están despiertos, la horrorosa histeria de los trenes, de los automóviles, de los navíos, no les deja dormir ni despertar. De cualquier viaje, aunque pequeño, regreso como de un sueño lleno de sueños —una confusión tórpida, con las sensaciones pegadas las unas a las otras, borracho de lo que he visto-. Para el reposo, me falta la salud del alma. Para el movimiento, me falta algo que hay entre el alma y el cuerpo; se me niegan, no los movimientos, sino el deseo de tenerlos.
Muchas veces me ha sucedido querer atravesar el río, estos diez minutos del Terreiro do Paço a Caçilhas. Y casi siempre he tenido como timidez de tanta gente, de mí mismo y de mi propósito. Una u otra vez he ido, siempre oprimido, siempre poniendo solamente el pie en tierra cuando estoy de vuelta. Cuando se siente de más, el Tajo es el Atlántico sin número, y Caçilhas, otro continente, o hasta otro universo.
Por veredas de sueño y habitaciones sordas
tus rendidos veranos me aceleran con sus cantos
Una cifra vigilante y sigilosa
va por los arrabales llamándome y llamándome
pero qué falta, dime, en la tarjeta diminuta
donde están tu nombre, tu calle y tu desvelo
si la cifra se mezcla con las letras del sueño,
si solamente estás donde ya no te busco.
escondidas
profundas y cubiertas de barro
las ramas retorcidas de donde brotan hojas
las subterráneas flores
con pétalos abiertos en hondas galerías
irguiéndose en el suelo
naciendo de las ramas
el tronco de madera rugosa
que se extiende
y arriba
en lo más alto
relucientes al sol
pobladas por los pájaros
frondosas
cenitales
cimeras
las raíces
Adelántate a toda despedida, como si la hubieras dejado
atrás, como el invierno que se está marchando.
Pues bajo los inviernos hay uno tan infinitamente invierno
que, si lo pasas, tu corazón resistirá.
Sé siempre muerto en Eurídice, sube cantando,
regresa ensalzando a la pura relación.
Aquí, entre los que se desvanecen, en el reino de lo que declina,
sé una copa sonora que con sólo sonar se rompió.
Sé, y conoce al mismo tiempo la condición del no-ser,
el infinito fondo de tu íntima vibración
para que la lleves al cabo del todo, esta única vez.
A las reservas de la Naturaleza en plenitud, tanto a las usadas
como a las sordas y mudas, a las indecibles sumas,
añádete, jubiloso, y aniquila el número.
Más noche que en las calles cabe en uno
cuando pasa. ¿A qué andamos?
Allá creo que existe una muralla.
Cae la desolación a tierra. Es suelo.
Qué charco. Qué silencio.
El límite, qué claro. Noche cruda,
haznos como tu hielo.
El diamante es duro. Está al final.
El azufre es ardiente. Se rebasa,
se vuelca, llega al más allá. Su triunfo
es un delirio. Oh muerte.
Pero nosotros somos turbios.
No cuajamos.
No vemos bien la sombra.
Y, sin embargo, qué ágiles,
qué fugitivos tras la esquina
subimos por la noche,
huimos, nos perdemos
en los años.
Es primavera otra vez en la Cadena Costera
cálida y perfumada bajo la luna de Pascua.
Las flores están de nuevo en su lugar.
Los pájaros, de nuevo en sus árboles.
Las estrellas de invierno se ponen en el océano.
Las estrellas de verano salen de las montañas.
El aire está lleno de átomos de mercurio.
La resurrección envuelve la tierra.
Geométricos, ardientes, inmortales,
animales y hombres marchan por el cielo
al ritmo de su ceremonia secreta.
El León entrega la luna a la Virgen.
Ella se para en el cruce del cielo
con la luna llena en la mano derecha
y una espiga de trigo que destella en la izquierda.
El clímax del ritual del renacimiento
ascendió del inframundo
y es proclamado en la luz del cénit.
En el inframundo el sol nada
entre dos peces llamados Sí y No.
algo debe andar mal con el teléfono
Madre de pronto no puede oírme
pero yo todavía la oigo
oyendo su pánico y gritándole mi nombre al teléfono
como gritando por mí en lo silvestre cuando yo era pequeña
pensando que me había perdido
y que nunca respondería
mis tímpanos sienten el impacto de un viento norte de muchas colinas
por fin un click
silencio del lado de Madre... ni un sonido
ahora es mi turno para gritar
Madre... Oh Madre...
Está quieta la tarde en el café. Pasa
la niña que pide y
se llama Mari. Su tristeza
pisa la ciudad y rostros
que dieron su vida por la vida y
la niña repite. El sueño
es un libro enrollado, echa humo
como si fuera un horno grande. Su mano dice
que el mundo es cóncavo.
Se ha ido a comprar vino
con la jarra de jade,
ligada con seda negra.
¿Qué pasa? ¿Por qué se demora tanto?
Las flores de la montaña,
sonriendo, coquetean conmigo.
Sería el mejor momento
para llevarse la copa a los labios.
Cuando cae la tarde,
beberé junto a la ventana al este,
con los vagabundos pájaros cantores
que estarán regresando.
En un día tan hermoso,
¿puede haber mejor pareja
que este viejo borracho
y la brisa de primavera?
Cuando anochezca
¿qué puedo hacer con la memoria,
dónde guardo la barca de esos años,
dónde los imperdibles del soneto,
el llanto del cristal en las ventanas,
la amarga margarita,
el tiempo fraternal y fracturado?
Se habrá roto el zafiro
y por el suelo correrá, ya libre,
lo prisionero.
(El perro ladra y su ladrido
me arranca de la sombra en que caía).
Pero, de todos modos,
los helechos aquellos se quemaron,
la rosa -¿de quién era?- continúa
en algún libro, no sé cuál. A estas alturas
¿verdad que todo da lo mismo?
Perdámonos más allá, más allá todavía,
en las lomas de las piedras de bronce,
en las montañas negras de septiembre,
en cuyas hondonadas
pronto alzarán los chopos sus hogueras.
Perdámonos o deja que me pierda
en ti, o acaso tras las tapias,
también de bronce,
de este mínimo huerto.
Detrás veo un nogal
y a su sombra hallaríamos
tu paz y la mía.
Llévame, o tráeme, o piérdeme
por esta amarga y dulce tierra nuestra,
pero este anochecer del verano moribundo
no me saques del laberinto sin salida
de tus ojos.
Esa mañana, cuando la luz se metía
entre las bancas, a través de los álamos
en el parquecito de Santa Fe
frente a la Basílica de San Francisco,
el jubilado me dijo
que a veces uno no desea morir
-sólo a veces-.
Cuando el esqueleto se despierta sin quejas
y en la terraza el sol entiende la piel de la vejez.
Cuando el menú del día está sabroso,
la pensión llega a tiempo, completa,
y la casa no insiste en caerse a pedazos.
Cuando la memoria recuerda solamente lo bueno, lo bueno;
los hijos vienen de visita,
los nietos cuelgan de la alegría, abren la nevera
y se comen hasta la soledad.
Cuando uno reposa contento, encantado
en las tintas de un buen libro,
o en los andamios de una gran película,
y entonces no hay apuro para encontrarse con Dios.
Cuando el día está bonito, sí, bonito
y no importa si el gobierno entero se va al carajo.
Eso, me dijo el jubilado,
en el parquecito de Santa Fe
frente a la Basílica de San Francisco,
que a veces uno no desea morir
-sólo a veces-.
Esta estación no será más una estación,
quedará únicamente mi gesto desvanecido
en el polvo de alguna ventana,
si acaso hay ventanas,
si acaso decido en las estaciones
desamparar algún gesto.
Esperaré junto a las cabinas telefónicas
a que las horas se desvanezcan azules
en mi cigarrillo encendido
de mirada triste e inclinada,
me verán apretar la mandíbula
para masticar, como las aves
que emigran de una tierra a otra,
cualquier bocado de aire
sin saber qué les espera.
El aire se ha vuelto amargo
y aún no sé en qué otras estaciones
abordará mi soledad otro cuerpo.
En un rincón del salón crepuscular
o al volver una esquina en la hora indecisa y blasfema,
o una mañana parecida a un navío atado al horizonte,
o en Morelia, bajo los arcos rosados del antiguo acueducto,
ni desdeñosa ni entregada, centelleas.
El telón de este mundo se abre en dos.
Cesa la vieja oposición entre verdad y fábula,
apariencia y realidad celebran al fin sus bodas,
sobre las cenizas de las mentirosas evidencias
se levanta una columna de seda y electricidad,
un pausado chorro de belleza.
Tú sonríes, arma blanca a medias desenvainada.
Niegas al sueño en pleno sueño,
desmientes al tacto y a los ojos en pleno día.
Tú existes de otro modo que nosotros,
no eres la vida pero tampoco la muerte.
Tú nada más estás,
nada más fulges, engastada en la noche.
olvidados en cajas de zapatos yacen
bocabajo
poemas que dejé sin terminar
borradores meticulosos
con rima interna medio cursi
donde se hunde una que otra
verdad coyuntural sobre algo
cuya pertinencia
se ha ido borrando por la falta
de costumbre
me tropiezo
con estos bocetos descuidados
trato de recuperar su tiempo y su lugar
algún pezón tierno entre mis dientes
el ángulo de la luz en la ventana
el tiesto roto cuya muerte lamenté
o la olla que rescaté de la avaricia
maldigo mi memoria por no haber
clasificado en sus sinapsis estas
estampas polvorientas
maldigo el papel donde cuajaron
estos fracasos roídos de erratas
mendigos en busca de sentido
que estiran su mano mustia
para agarrar un je ne sais quoi
no los publico porque los encontré
ni porque merecen que otros lean
este hoyo negro de tinta derrochada
en cuya miseria se ahogan
las palabras
estos que lees hoy aquí no son
esos poemas encajonados que
decidí olvidar
éstos son peores
éstos sí que son
hijos de mi intención
A papá me lo encontré
sentado solo en un banco,
con la cara entre las manos,
con la camisa sudada,
y le susurré despacio:
No te preocupes muchacho,
hay peores temporadas.
Cansado de todos los que llegan con palabras, palabras, pero no lenguaje,
parto hacia la isla cubierta de nieve.
Lo salvaje no tiene palabras.
¡Las páginas no escritas se ensanchan en todas direcciones!
Me encuentro con huellas de pezuñas de corzo en la nieve.
Lenguaje, pero no palabras.
podría describirla
¿tenía nariz ojos boca oídos?
¿tenía pies cabeza?
¿tenía extremidades?
sólo recuerdo al animal más tierno
llevando a cuestas
como otra piel
aquel halo de sucia luz
voraces aladas
sedientas bestezuelas
infamantes ángeles zumbadores
la perseguían
era la tierra ajena y la carne de nadie
tras la legaña
me deslumbró el milagro mortecino
la víspera el instinto la mirada
el sol nonato
¿era una niña un animal una idea?
ah señor,
qué horrible dolor en los ojos
qué agua amarga en la boca
de aquel intolerable mediodía
en que más rápida más lenta
más antigua y oscura que la muerte
a mi lado
coronada de moscas
pasó la vida
Quisiera ser Tiresias esta noche
y en una lenta espera boca abajo
recibirte y gemir bajo tus látigos
y tus tibias medusas.
Sabiendo que es la hora
de la metamorfosis recurrente,
y que al bajar al vórtice de espumas
te abrirías llorando,
dulcemente empalada.
Para volver después
a tu imperioso reino de falanges,
al cerco de tu piel, tus pulpos húmedos,
hasta arrastrarnos juntos y alcanzar abrazados
las arenas del sueño.
Pero no soy Tiresias,
tan sólo el unicornio
que busca el agua de tus manos
y encuentra entre los belfos
un puñado de sal.
Deshacer la noche con pasos sigilosos
como un flash-back imposible,
desandando el camino recorrido :
devolviendo lunas, labios, ganas,
hasta hacerlos retornar intactos
al instante en que todo era posible.
Y regresar de nuevo a aquella estancia
y al olor de un cuerpo en la penumbra,
que poco a poco te abandona
-como un fantasma tras la puerta-
dejando atrás una pregunta
que ya ha sido contestada.
Ven, tú, el último, a quien reconozco,
dolor incurable que se adentra en la carne:
igual que yo ardía en el espíritu, mira:
ardo ahora en ti; la leña ha resistido
largamente la llama que encendías,
pero ahora te alimento, y en ti ardo.
Mi calma se hace furia en tu furia, se hace infierno,
subo a la confusa cima del dolor,
sabiendo que nada del futuro valdrá
para mi corazón. Que guardaré en silencio
todo lo que ha atesorado. ¿Soy yo aún
quien arde, ya irreconocible?
No puedo adentrarme en los recuerdos.
Oh vida, vida: tendría que estar fuera.
Pero estoy dentro, en llamas. Ya nadie me conoce.
Miedo a perderse ambos,
vivir el uno sin el otro:
miedo a estar alejados
en el viento de la niebla,
en los pasos del día,
en la luz del relámpago,
en cualquier parte. Miedo
que les hace abrazarse,
unirse en este aire
que ahora juntos respiran.
Y se buscan y se buscan
esa flor instantánea
que cuando se consigue
se deshace en un soplo
y hay que ir a encontrar otras
en el jardín umbrío.
Miedo; bendito miedo
que propicia el deseo
la agonía y el rapto,
de los que mueren juntos
y resucitan luego.
Bajo el alero de mi tejado, incansablemente,
todo el día primaveral, dos gorriones han recolectado
los tallos de las hojas caídas,
mientras yo he estado sentado lamentando tu ausencia.
Todo el día, los gorriones han urdido con trocitos
de paja y palitos finos un nido para protegerse
de las inclemencias del viento,
y tal vez han introducido en su diseño
un hilito de la ropa que usaste, y una hebra de tu pelo,
ya que en todo lo que hacen se muestran apasionados
por la línea, la medida, la resistencia, y toman
lo que está cerca, y les es útil.
Todo el día he estado sentado recordando tu rostro,
y mirando cómo los pálidos tallos, entrelazados
por un misterioso proceso, han adquirido
de pronto un don natural.
Yo soy el aire del noroeste rugiendo entre los árboles
Soy la avanzada de las aguas y el óxido de los rieles del ferrocarril
Soy el millaje grabado en los letreros amarillos de las carreteras
Yo soy el polvo, la distancia, las algas a la orilla de la playa
Soy la suma de las cantidades que los maestros enseñan
Soy las vacas llamadas a la ordeña y la algarabía de las urracas
Yo soy las nueve de la mañana en el reloj de la limpia oficina
Soy el golpe del rodillo y el olor de la máquina que escribe
Soy el banco del jardín donde los enamorados se encuentran
Yo soy la persistente canción que los niños escuchan
Soy un sonido llano en el recuerdo del oído
Soy el aserradero y sus demoledores engranajes
Yo, el tiempo, soy todo eso que todavía existe
entre mis tejidos inmensos como nieblas
que logran resistir la finitud del mundo
Yo, el tiempo que amonesta, desgasta, y que confiere
al deseo de la memoria la imagen de lo que fue
Yo, mas que su prudente portador,
soy una isla, un océano, un padre, un agricultor, un amigo:
porque estoy aquí todas las cosas me asisten
Yo soy, tú lo has escuchado, el Principio y el Fin
Soy una brizna de hierba que brota
de un sumidero sucio.
Una raíz perdida
que busca apurar todos los jugos,
que quiere aprovechar la savia de los días,
el venenoso y dulce licor de los presentes.
Vive el momento.
Como si acaso hubiera
un solo momento.
Como si fuese sólo
cuestión de desearlo.
Como si no existieran jaulas,
zapatos embarrados que pisotean el suelo.
Si me concentro, sí,
siento que se pasean por mi cuerpo
cientos, miles,
cientos de miles de insectos diminutos
y cada uno me narra una promesa.
Soy una única flor
pero qué multiplicidad del cáliz,
qué variedad de estambres.
Me multiplico para estrujar el tiempo
-carpe diem- y cuántos otros senderos desperdicio,
qué dulzuras malogro,
qué imprevisibles destinos pierdo para siempre.